Retablo de El Salvador en Ejea de los Caballeros

Durante casi 300 años hubo en la iglesia de San Salvador un tesoro oculto bajo una capa de pintura barroca. Su retablo mayor, con escenas de la vida de la Virgen y de Jesucristo muy al gusto del siglo XVIII, era en realidad una joya gótica pintada en el XV.

No era del todo desconocido este hecho: algunos historiadores habían advertido, ya desde el mismo siglo XVIII, que las pinturas originales de aquel gran retablo asomaban furtivamente en algunos lugares, o se dejaban adivinar por el relieve de los nimbos de los santos, aquellos que los artistas medievales doraban tanto y con tanto cuidado, y que se notaba que seguían estando ahí.

Pero hasta 1986, cuando la Diputación de Zaragoza asumió la restauración de la emblemática iglesia ejeana, no se atrevió nadie a averiguar cuánto de gótico, y de qué calidad, se conservaba bajo el repinte barroco.


Información adicional: La vida en el siglo XV, a todo color

En 1986, la gran máquina del retablo fue desmontada cuidadosamente y trasladada al taller del restaurador Ángel Marcos, cuyo bisturí fue descubriendo con habilidad y paciencia, y para sorpresa de todos, una maravilla artística importantísima por varios motivos: porque da fe del nivel que alcanzó la pintura gótica en esta tierra en el siglo XV; porque es una de las obras más destacadas, por dimensiones y por riqueza iconográfica, de los retablos que se hicieron en España en la Edad Media; porque documenta la actividad de algunos de los pintores más conocidos en Aragón en esa época, como son Blasco de Grañén y Martín de Soria; y porque en sus veinticuatro tablas se plasmó, con riqueza de oros y color, la realidad viva de la sociedad de aquel momento, que desfila ante nuestros ojos desempeñando sus oficios, celebrando banquetes, pasando su día a día en el interior de las casas, vestidos los nobles a la moda, los caballeros a lo militar y los pobres con arreglo a su condición, conversando a las afueras de ciudades de altas torres y murallas, trabajando junto al río, asomados a las ventanas o tomando el sol sobre el pretil de un puente.

Detalle del Bautismo de Cristo en el Jordán.


Detalle de la entrada de Jesús en Jerusalén.

En septiembre de 1992 el retablo volvió a ocupar su lugar, pero no parecía el mismo. Llamaba la atención por su impactante colorido, resaltado por abundantes dorados, pero también por la categoría de las pinturas puestas al descubierto, mucho mayor de la que estábamos acostumbrados a ver. La talla del Salvador volvía a tener su corona, sus ojos pintados y una fisonomía más cercana a la que le dio el artista que la había hecho; eso sí, seguía siendo imponente dado su tamaño, pues supera los 180 cm de altura, y su expresión severa y solemne.


Iconográficamente también el retablo tenía ahora más sentido, con un desarrollo coherente de las escenas de la vida de Cristo, dispuestas de arriba abajo en los tres pisos que integran el cuerpo, de siete calles cada uno, y en el banco, también con siete escenas: en el piso superior se muestran las imágenes de la infancia de Jesús (Nacimiento, Epifanía, Huida a Egipto, etc.), en el intermedio su vida pública (desde el Bautismo en el Jordán hasta la Resurrección de Lázaro) y en el bajo la etapa posterior a su sacrificio (desde la Resurrección hasta la Segunda Venida de Cristo el día del Juicio), mientras que el banco se reserva, como es costumbre, para desarrollar el ciclo de la Pasión.

El Prendimiento.


Hay, no obstante, dos singularidades muy notorias en esta perfecta estructura narrativa: una, que la escena de la Entrada de Jesús en Jerusalén, que es la que da inicio al ciclo de la Pasión, se encuentra descolocada en el primer piso del cuerpo, junto a las que protagoniza Cristo ya resucitado; y otra, que falta el Calvario, esto es, la escena de la Crucifixión, pieza fundamental en todo retablo que va siempre en la parte superior, coronando el conjunto, pues es la que resume el mensaje primordial del cristianismo.

El retablo de San Salvador recuperó también las pinturas del guardapolvo, que es la pieza que lo bordea por el exterior para cumplir la función explícita en su propio nombre, donde se alternan las figuras de dieciocho profetas bíblicos con otros tantos escudos de Aragón y de Ejea, estos últimos simplificados. Conservó asimismo el doselete o pináculo calado de labores de madera, con su larga aguja, que cobija la talla del titular, en el centro de la composición. Perdió, sin embargo, las tracerías que servirían de remate a cada escena, bajo las que asomaría el pan de oro, y las que seguramente ornarían las tablas, hoy vacías, de la parte superior, haciendo conjunto con la que hay en el centro.

La obra se encargó en 1438 al famoso pintor Blasco de Grañén, por una buena cantidad de dinero (10.000 sueldos) que superaba a todas las recibidas por este artista con anterioridad. Ello se debía no solo a las grandes dimensiones del retablo, donde cada tabla, y son veinticuatro, mide más de 1,50 m por casi 90 cm, sino también a que este maestro debía hacerse cargo del coste de toda la madera y mazonería, que se contrató con los hermanos Domingo y Mateo Sariñena.

 Blasco de Grañén estaba en aquellos años en su mejor momento, y era requerido para hacer retablos en muchos pueblos y en iglesias y conventos de Zaragoza. Era imposible atender personalmente a todos, de forma que el maestro tuvo que echar mano de los artífices de su taller y eso pasó, desde luego, en Ejea, donde se aprecia una clarísima diferencia de estilo entre las imágenes pintadas en el banco, que son de Grañén, y las de la mayor parte de las escenas del cuerpo, que hizo otro pintor. Sin embargo, a diferencia de lo que suele ocurrir, que es que la obra del oficial de un taller tiene menor categoría que la del maestro, en San Salvador de Ejea este segundo pintor no solo demostró poseer una calidad artística de igual nivel o superior a la de Blasco de Grañén, sino que en él se advierten ya rasgos de un estilo más avanzado que preludia el naturalismo del gótico final, con clara influencia franco-flamenca. Sabemos mucho, por tanto, de la personalidad de este maestro: lo que no sabemos es su nombre.

La realización de una obra tan compleja no fue, desde luego, un camino de rosas; y si bien en los primeros años parece que avanzó a buen ritmo, como se deduce de los albaranes de pago que Grañén fue entregando, a partir de 1454 las cosas se torcieron. En ese año consta el último cobro que recibió el pintor, y es también la fecha que figura, como dando fe del fin de obra, en una de las vasijas representadas en la escena de las Bodas de Caná. Después debió de haber problemas de liquidez para concluir lo que faltaba, y se produjo un parón de casi una década.

 


Los encargantes de este magnífico retablo no fueron los ricos prelados zaragozanos, ni siquiera el Concejo de la villa, sino la parroquia de San Salvador: fueron los propios parroquianos, los vecinos de Ejea adscritos a esa iglesia, los que decidieron dotar al templo de un retablo que hermoseara su interior, y que estuviera al nivel que exigía su devoción. Contaban para ello únicamente con una donación testamentaria que un vicario había dejado para ese fin pocos años antes: unas casas en el barrio de Mediavilla con cuya venta se podría financiar el trabajo. Pero no fue suficiente: con el retablo casi acabado de pintura, pero desde luego no de mazonería, fue preciso pedir un crédito. En 1455, los parroquianos de San Salvador se endeudan con el judío Haym Baço, de Albalate de Cinca, que les presta 800 sueldos para que puedan acabar de pagar.

La obra del retablo, sin embargo, siguió sin avanzar. Y en 1459 se murió Blasco de Grañén, sin que haya noticia de que hubiera vuelto a poner los pies en Ejea; así que el problema habría de solucionarse, todavía varios años después (1463), volviendo a contratar lo que faltaba, que era casi toda la mazonería, con los mismos carpinteros con quienes se había concertado en su día Grañén, Domingo y Mateo Sariñena; y el trabajo de pintarla y dorarla, más algunas otras cosas que quedaban para la conclusión del conjunto, con Martín de Soria, que había sido colaborador del maestro difunto y que también es una figura muy conocida del gótico aragonés.

Habían pasado ya veinticinco años desde que la parroquia de San Salvador encargara aquel retablo: iba siendo hora de acabarlo. En este último acuerdo para su remate se pide que esté terminado para la siguiente “pascua de Nadal”; y aunque también esto se incumplió, el retraso solo fue ya de unos meses. Podemos deducir que ya estaba hecho, a falta quizá de concluir alguna parte de la pintura y dorado de la mazonería por Martín de Soria, a primeros de abril de 1464.

El resultado era esplendoroso, como ha vuelto a serlo recientemente, tras su restauración. El conjunto tiene un colorido brillante, atrevido, que contrasta poderosamente con la sobriedad de la arquitectura que lo cobija; y las escenas, tomadas una a una, poseen un gran atractivo por la eficacia narrativa de las composiciones, la expresividad de las figuras y el repertorio de pequeños detalles en la ambientación, que les confieren realismo y viveza. Estas pinturas no buscan trascendencia ni solemnidad sino cercanía, casi la identificación del espectador con la escena que se desarrolla ante sus ojos. Los personajes de la Historia Sagrada se mezclan con ciudadanos vestidos a la usanza de la época, entran en sus ciudades y sus casas, magníficamente representadas, y toman parte de los actos comunes de su vida. En la Huida a Egipto vemos, como telón de fondo de las figuras principales, a personajes que siegan y vendimian, a soldados a caballo que han salido de una ciudad cercada por un río que rodea sus murallas: una ciudad que puede ser Zaragoza y un río que habría de ser el Ebro, sobre cuyo cauce se yergue un puente de piedra que, curiosamente, no podrán  salvar los mástiles de los veleros que se le están acercando…

Detalle de la Huida a Egipto.


Asistimos con Jesús y María a un banquete, el de las Bodas de Caná, que nos muestra cómo eran las vajillas, los manteles, la cubertería y el alimento de nuestros antepasados de hace casi seiscientos años; cómo decoraban las estancias, cómo vestían las paredes, de qué estaban hechos sus muebles y de qué color gustaban disponer los suelos; vemos cómo se cortaban el pelo, con qué tocados cubrían su cabeza, qué atuendos llevaban los sirvientes de una casa rica y con qué lujo se vestían los novios, muy especialmente la novia, que exhibe orgullosamente sus joyas.

Detalle de las Bodas de Caná.


Podemos fijarnos en cómo se fajaba a los recién nacidos (en la Adoración de los Pastores) y se amortajaba a los difuntos (en la Resurrección de Lázaro), cómo se adornaban los templos (en la Presentación del Niño) y cómo se vestían los judíos (en la representación de Jesús ante los Doctores) y los nobles (en la Epifanía), o advertimos detalles propios de la arquitectura civil y defensiva bajomedieval (en la Entrada de Jesús en Jerusalén).

Detalle del Nacimiento.

Detalle de la Multiplicación de los panes y los peces.


Si nos fijamos un poco más, nos daremos cuenta también de que estamos asistiendo a un cambio de mentalidad y de concepción del mundo, que estas pinturas reflejan el fin de la Edad Media y anuncian la llegada de una nueva época, el Renacimiento: basta ver cómo conviven la representación del Niño Jesús no como un recién nacido real sino como un adulto pequeñito, al modo medieval, y la delicadísima figura, tan florentina, de la dama que sujeta el bracito del Niño Dios en la escena de la Circuncisión. 
La vida estaba cambiando, y nos lo contaron deliciosamente en un retablo de Ejea.

Detalles de la Presentación en el Templo y de la Circuncisión.


Fotos:
Archivo DPZ


DATOS BÁSICOS
Municipio: Ejea de los Caballeros
Tipología: Retablo
Siglos: XIV, XV
Estilos: Gótico